Era para él aquella mujer, delgada, enfermiza, ojerosa, una fantasía cerebral e imaginativa, que le ocasionaba dolores ficticios y placeres sin realidad. No la deseaba, no sentía por ella el instinto natural; la consideraba demasiado metafísica, demasiado espiritual; y ella, la pobre muchacha, enferma y triste, ansiosa de vida, de juventud, de calor, quería que él la desease, que él la amara con furor de sexo, y coqueteaba con uno y otro para arrancarle de su apatía; y al ver lo inútil de sus infantiles maquinaciones, tenía siempre una mirada de tristeza desoladora, una mirada de entregarse a la ruina de su cuerpo, de sus ilusiones, de su alma, de todo...