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jueves, 24 de enero de 2013

jueves, 17 de enero de 2013

domingo, 13 de enero de 2013

Cuando la piel sobra

          8 se atrevieron a hablar   


Se conocieron por casualidad, en un foro de pretensiones intelectuales e intenciones vagamente románticas. Ella celebró la agudeza de sus comentarios y él se maravilló de la coincidencia de ambos en repudiar ciertas películas de moda, que todos ponían por las nubes y a ellos se les antojaban aburridas. Ella mencionó al pasar cierto chat en el que se daba cita gente "como ellos", y él patrulló esa dirección durante tres noches, hasta que volvieron a encontrarse. Por el privado asumieron los gustos comunes y minimizaron los divergentes, con la prudencia de quien se acerca desarmado a un ciervo y no quiere que se espante. Acordaron desde el principio no darse los verdaderos nombres, ni las direcciones de email y -mucho menos- caer en la vulgaridad arcaica de intercambiar teléfonos.
Como se sentían jóvenes y tecnológicos, iniciaron su amistad en Tuenti, la consolidaron en Twitter y se volvieron cómplices en Facebook.
Cuando adquirieron confianza, se contaron proezas y desventuras sexuales en largos mensajes de apariencia inocente, desconocidos que se están conociendo y desean ofrecer al otro el perfil más mundano. Pronto pasaron a las confesiones sentimentales y ella habló de ese ex inepto pero recurrente del que por fin se había librado meses antes. Él le contó de su convivencia desastrosa con la que creyó sería la mujer de su vida y que había acabado con un temprano desengaño y una tumultuosa separación. Ella reconoció que si había aguantado tanto tiempo a aquél imbécil, fue porque la tenía enganchada sexualmente, y él correspondió a su confesión admitiendo que le había ocurrido algo parecido. Ambos construyeron, a medias, una sentencia que les pareció de lo más inteligente, según la cual, la piel sobra si antes no se toca el cerebro del ser amado. Sabiendo que caían en el repetido tópico, él citó una frase de la película Martín Hache, con la que un personaje declara que prefiere follar mentes, y ella, lejos de espantarse, tecleó risas de buena gana, ya que había mencionado su película y su frase favoritas.
Acaso para que la comunicación no se centrara sólo en el sexo, otra noche él le habló de su infancia tranquila y protegida, de la que sin embargo había salido bañado por una sutil melancolía de la que no sabía o no quería librarse. Ella le contó de la temprana muerte de su padre, cuando era una niña, y de cómo, sin querer, culpaba a su madre.  Entristecido por la tristeza prójima, a la noche siguiente él le preguntó que parte era la que más le gustaba de su cuerpo y ella dijo que el cuello. Cuando le tocó el turno, él habló de sus manos y ella dijo que las imaginaba fuertes e inquietas. Cuando llegó el turno de las porciones corporales odiadas, ella declaró sin pudor que su nariz, y él habló de sus piernas, irremediablemente torcidas. Entre bromas, se desafiaron a enviarse fotos de esos "defectos" del otro a los que quitaban importancia, pero cuando comenzaron el intercambio, días después, ella mandó una instantánea de su cuello, con el pelo recogido y la espalda desnuda, que él elogió sinceramente, antes de mandarle una foto de sus manos, que ella dijo eran como las había imaginado. Poco a poco se fueron enviando trozos del cuerpo, evitando su nariz y sus piernas, las de él, porque las de ella en la foto eran, según él declaró enfáticamente, "perfectas". En este punto ella dijo que en realidad no era la nariz la parte de su cuerpo que más odiaba, sino su culo, que creía demasiado voluminoso, y tras hacerse rogar durante varios mensajes, se lo mandó por foto. Él desmintió la infamia asegurando que era el culo más bello que había visto en su vida y ella, con rubor visible en la letra impresa, exigió ver sus piernas. El tardó unos cuantos minutos y dudó antes de darle a la tecla enter, y cuando ella abrió la foto vio sus piernas desnudas, pero también su sexo erguido e hinchado. Ella no respondió durante un rato, y en el siguiente mensaje cambió de tema durante varias réplicas, hasta que él no pudo más y le preguntó si la había ofendido. Ella dijo que no, que la había excitado y que se estaba tocando y esa fue la primera vez que follaron en la red, contándose en mensajes entrecortados y a veces casi ilegibles, lo que sentían y se hacían. Ella dijo "me corro" antes de decir "te quiero" y a él le pareció la frase más romántica que había oído jamás. Para compensar, durante los tres días siguientes hablaron de otros temas, pero al cuarto se citaron en Skype y lo hicieron viéndose por primera vez, y él desmintió las calumnias sobre la nariz de ella y perdieron el pudor al verse en la pantalla y se tocaron como si fueran las manos del otro las que los tocaban.
El tiempo pasó, pero la pasión y la compenetración no. Nunca se dieron los teléfonos, pero sí usaron sus iphones para mandarse SMS tórridos o tiernos a cualquier hora del día, y también por Facebook celebraron por el primer aniversario de su relación.
Algo se fue deteniendo, en especial cuando ella detectó que tenía varias "amigas" en la red que le tiraban los trastos, y él correspondió con un pequeña pero intensa riña al ver el comentario de un tal Armando, que hablaba de lo bien que lo habían pasado juntos cuando fueron al cine a ver aquella película, el martes pasado. Pero lo superaron porque tenían tanto en común y compartían tantas cosas, que esas minucias pueriles no podrían con ellos.
Rompieron, por WhatsApp, una noche de invierno, cuando faltaba un mes para que se cumplieran dos años de relación. Él apagó el ordenador, se sirvió un whisky y encendió un cigarrillo antes de asomarse a la ventana. Dejó vagar la mirada por la iluminación navideña de la plaza de Tirso de Molina, empobrecida por la crisis. Y se dijo que si le hubiera pedido el nombre, algún dato para localizarla, habría salido a buscarla esa misma noche. Ella, por su parte, se preparó un café bien cargado, porque total, esa noche no pegaría ojo y era mejor colaborar con el insomnio que luchar en vano contra él. Desde su balcón, se preguntó qué había fallado y supo que jamás encontraría a otro hombre como él. Suspirando, comenzó a dibujar un corazón en el vaho que empañaba el cristal de su ventana, pero lo borró con la palma de la mano y al lado trazó una arroba.  Pegó la frente al cristal y, entre los huecos del dibujo, dejó vagar la mirada por la plaza de Tirso de Molina, iluminada por la parca iluminación navideña, empobrecida por la crisis.
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Errante

        

Cuentan que la vieron pasear por las avenidas cabizbaja. Dicen que no tenía un destino fijo, que vagaba sin rumbo con la necesidad de encontrar a alguien o a algo que la hiciera sentir que estaba viva y demostrar que no era solo un fantasma del pasado. Llevaba tatuado en la mirada el desespero y la agonía de vivir en soledad. Las malas lenguas se atreven incluso a decir que buscaba perderse en la entrepierna de algún caballero, pero era lo único que no deseaba. Cuando le preguntaban si estaba bien, les respondía con su fina indiferencia sin dirigirles la mirada.

Pero él estaría bien, porque fue lo que decidió, vivir lejos de ella. Y a su manera, le reconfortaba.
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viernes, 11 de enero de 2013

miércoles, 9 de enero de 2013

martes, 8 de enero de 2013

De todo un poco

          6 se atrevieron a hablar   

Como muchas otras veces, ha llegado a un punto tope de inflexión en el que todo la satura y no puede sino retraerse en sí misma y esperar que pase la tormenta. Está cansada de todo: de lo políticamente correcto, del quiero pero no puedo, de gestos desaprobatorios, reproches infundados, derechos, deberes, miradas que matan, falsa empatía, arrepentimientos de lo que pudo ser y no llegó, de sus estúpidos miedos que la impiden correr hacía sus sueños…en fin, de todo. Hasta de ella. Sobre todo, se siente exhausta porque aunque lo intenta, no consigue borrar esa naturaleza cobarde que la caracteriza. Aún sabiendo que solo es una espesa capa que envuelve un corazón rebelde.
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lunes, 7 de enero de 2013

viernes, 4 de enero de 2013

A.M.M.

          2 se atrevieron a hablar   

[...] Yo salgo, fumo y me desnudo a solas. La espero tras las densas cortinas, la música ya está sonando cuando ella entra y se acerca a la cama y empieza a desnudarse, haciendo como que no sabe que la estoy viendo, espiándola, aguardando para ir hacia ella esa leve señal que ya no es necesaria, porque me sé de memoria sus gestos y podría adivinar con los ojos cerrados qué prenda está quitándose y distinguir el rumor exacto con que roza su piel cada una de ellas.

Al quedar sueltos y desnudos, sus pechos se agitan como en un escalofrío y los recoge entre las dos manos y los alza y se tiende despacio sobre las sábanas roja separando las rodillas con igual lentitud. Se mueve entonces curvándose como en las convulsiones de un mal sueño, la oigo respirar con la boca entreabierta bajo el pelo que le cubre la cara, junta y abre los muslos y luego los levanta apoyada en la espalda para terminar de desnudarse, y esa prenda rosa y última que ella arroja al aire cae justo a mis pies, es la señal, la llamada. Yo obedezco, lento y vil, avanzo como si entrara en la habitación de un hotel creyéndola vacía, la veo entonces plana y tendida y levantándose, viniendo, apartándose el pelo cuando se arrodilla ante mí y extiende la otra hacia mi cintura. Cuando me toca parece que está rozando en el aire un volumen vacío, la presencia de otro. Para descubrirme del todo finge avidez y torpeza y yo permanezco inmóvil  en una verticalidad invariable, como una estatua ante cuyas plantas se celebra una extraña y confusa devoción. Pongo una mano en su cabeza y la atraigo hacia mí con una especie de ruda benevolencia, y me pregunto que expresión habrá ahora mismo en su cara, si habrá cerrado los ojos, si es verdadera la avaricia con la que tantean sus labios, ahora, cuando de nuevo se ha apartado el pelo y mueve arriba y abajo la cabeza como diciendo furiosamente sí.

Me doy cuenta ahora mismo de lo fácil que sería abandonarse a ese instante final que ella pide y posterga, que ella dilata con sus bruscas huidas y regresos. Se echa hacia atrás, me mira, la boca húmeda, todavía de rodillas, se curva como quebrándose hasta que su melena toca el suelo y me reclama extendiendo las dos manos hacía mí, tendiéndose cuando yo me inclino sobre ella y me fijo en que tiene fija en el techo la mirada, no perdida, tensa y atenta hasta el dolor como cada uno de sus músculos, como sus largos dedos de uñas rojas que se estremecen en el aire. Ahora aprieta los dientes y en el agrio gesto de su boca no hay piedad ni deseo, pero es igual, yo la prefiero así, sin dilatación ni ternura, ofrecida y hermética, blanca y abriéndose con las dos manos bajo esta luz como de clínica, llamándome en silencio, alzando las piernas para enredarme en ellas y exigirme que la mire y acerque a ella mi boca  como un sediento a quien obligan a beber con las manos atadas. Cuando la beso hondamente con mi cara atrapada por sus muslos una lenta epilepsia le conmueve el vientre y las caderas, y es de verdad ahora cuando nada me importa, cuando acepto la mentira como una tregua que nunca terminará, porque durante medio minuto -nunca un segundo más- todo el tiempo y mis celos se extinguen.

Comenzamos entonces un juego sin respiro de metamorfosis animales: fundido a ella, brillantes de sudor, desconyuntados de osadía y de fiebre, ya no soy humano y no tengo nombre y no quiero volver a tenerlo nunca ya estoy a salvo y no pueden dañarme ni la soledad ni el amor. Infatigable, no vencido, reluciente y oscuro como un luchador, yo me aparto de ella y voy irguiéndome y me persigue arrodillada, y entonces, cuando la creciente intensidad de la música golpeando en mis oídos y en mi estómago preludia obligatoriamente el final, cuando sé que ya es inútil que siga retardando con los ojos cerrado la disolución de todo, y los abro y la miro, veo veloces manchas que cruzan ante mí y veo sus ojos indiferentes y cansados y aprendo de nuevo con un dolor tan crudo como el de una patada que nunca llegará a enamorarse de mí, que cuando se enciendan las luces de la sala y suenen los aplausos de esta gente sombría que nos están mirando, ella saldrá por la puerta y será otra vez una desconocida que después de ducharse se viste como si se quitara el uniforme de trabajo.

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miércoles, 2 de enero de 2013

El hombre ha nacido para morir. ¿Qué quiere decir eso?

          6 se atrevieron a hablar   
¿Realmente hay que esperar?. La vida es una espera en paralización. Siempre estamos mirando: a la ventana, al cielo, a la calle, a la gente. Aguardamos a que caigan todas las soluciones del espacio-tiempo. Sentados en nuestras butacas, contemplamos la película de nuestras acciones. Miramos hacia arriba para encontrar la claraboya por donde hemos de salirnos, pálidos y azorados, y, si es posible, ser espectadores del propio drama estupefaciente. Si la vida lo permite.


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