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viernes, 4 de enero de 2013

A.M.M.

          2 se atrevieron a hablar   

[...] Yo salgo, fumo y me desnudo a solas. La espero tras las densas cortinas, la música ya está sonando cuando ella entra y se acerca a la cama y empieza a desnudarse, haciendo como que no sabe que la estoy viendo, espiándola, aguardando para ir hacia ella esa leve señal que ya no es necesaria, porque me sé de memoria sus gestos y podría adivinar con los ojos cerrados qué prenda está quitándose y distinguir el rumor exacto con que roza su piel cada una de ellas.

Al quedar sueltos y desnudos, sus pechos se agitan como en un escalofrío y los recoge entre las dos manos y los alza y se tiende despacio sobre las sábanas roja separando las rodillas con igual lentitud. Se mueve entonces curvándose como en las convulsiones de un mal sueño, la oigo respirar con la boca entreabierta bajo el pelo que le cubre la cara, junta y abre los muslos y luego los levanta apoyada en la espalda para terminar de desnudarse, y esa prenda rosa y última que ella arroja al aire cae justo a mis pies, es la señal, la llamada. Yo obedezco, lento y vil, avanzo como si entrara en la habitación de un hotel creyéndola vacía, la veo entonces plana y tendida y levantándose, viniendo, apartándose el pelo cuando se arrodilla ante mí y extiende la otra hacia mi cintura. Cuando me toca parece que está rozando en el aire un volumen vacío, la presencia de otro. Para descubrirme del todo finge avidez y torpeza y yo permanezco inmóvil  en una verticalidad invariable, como una estatua ante cuyas plantas se celebra una extraña y confusa devoción. Pongo una mano en su cabeza y la atraigo hacia mí con una especie de ruda benevolencia, y me pregunto que expresión habrá ahora mismo en su cara, si habrá cerrado los ojos, si es verdadera la avaricia con la que tantean sus labios, ahora, cuando de nuevo se ha apartado el pelo y mueve arriba y abajo la cabeza como diciendo furiosamente sí.

Me doy cuenta ahora mismo de lo fácil que sería abandonarse a ese instante final que ella pide y posterga, que ella dilata con sus bruscas huidas y regresos. Se echa hacia atrás, me mira, la boca húmeda, todavía de rodillas, se curva como quebrándose hasta que su melena toca el suelo y me reclama extendiendo las dos manos hacía mí, tendiéndose cuando yo me inclino sobre ella y me fijo en que tiene fija en el techo la mirada, no perdida, tensa y atenta hasta el dolor como cada uno de sus músculos, como sus largos dedos de uñas rojas que se estremecen en el aire. Ahora aprieta los dientes y en el agrio gesto de su boca no hay piedad ni deseo, pero es igual, yo la prefiero así, sin dilatación ni ternura, ofrecida y hermética, blanca y abriéndose con las dos manos bajo esta luz como de clínica, llamándome en silencio, alzando las piernas para enredarme en ellas y exigirme que la mire y acerque a ella mi boca  como un sediento a quien obligan a beber con las manos atadas. Cuando la beso hondamente con mi cara atrapada por sus muslos una lenta epilepsia le conmueve el vientre y las caderas, y es de verdad ahora cuando nada me importa, cuando acepto la mentira como una tregua que nunca terminará, porque durante medio minuto -nunca un segundo más- todo el tiempo y mis celos se extinguen.

Comenzamos entonces un juego sin respiro de metamorfosis animales: fundido a ella, brillantes de sudor, desconyuntados de osadía y de fiebre, ya no soy humano y no tengo nombre y no quiero volver a tenerlo nunca ya estoy a salvo y no pueden dañarme ni la soledad ni el amor. Infatigable, no vencido, reluciente y oscuro como un luchador, yo me aparto de ella y voy irguiéndome y me persigue arrodillada, y entonces, cuando la creciente intensidad de la música golpeando en mis oídos y en mi estómago preludia obligatoriamente el final, cuando sé que ya es inútil que siga retardando con los ojos cerrado la disolución de todo, y los abro y la miro, veo veloces manchas que cruzan ante mí y veo sus ojos indiferentes y cansados y aprendo de nuevo con un dolor tan crudo como el de una patada que nunca llegará a enamorarse de mí, que cuando se enciendan las luces de la sala y suenen los aplausos de esta gente sombría que nos están mirando, ella saldrá por la puerta y será otra vez una desconocida que después de ducharse se viste como si se quitara el uniforme de trabajo.

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2 comentarios:

  1. Me he sentido muy vouyer con tu relato, realmente me he teletransportado a esa habitación.

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    1. Esta vez no es cosa mía. Lo que no sé de quién es. Lo cogí de un libro que me mandaron en clase y luego se me olvidó apuntarlo, y el problema es que, estudiando la carrera de literatura, tengo que leer muchos libros...

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