Yo, señor, no soy malo pero, aun así, estoy muerto.
Rígido y frío. Así me ha encontrado el amanecer, oliendo a muerte, oliendo a muerto.
Es un olor de plástico caliente y mantequilla rancia, de callejones
oscuros y periódicos húmedos; un olor extraño, anterior a la
putrefacción, proscrito como la propia muerte, aunque ella sea la única
certeza.
Una certeza a la que se maquilla y se peina, pero sobre todo se
desinfecta y coloca en un ataúd con tapa de plexiglás para ocultar que
huele; porque se puede engañar a la vista y embaucar al oído pero no hay
como mentirle al olfato, la memoria del corazón.
El niño que sorprende a las primeras hormigas desfilando sobre mis ojos sin vida empieza a llorar.
Llora por mí, por sí, porque ya no le basta con apartar la mirada, ahora
que reconoce a la muerte por su aroma. Le dejo mi olor, el último,
sutil pero inolvidable, para que me recuerde, para que sepa, para que
pierda la vergüenza a morirse.
Estoy muerto y soy la muerte y os amo. Porque he aquí la muerte, la muerte que siempre vuelve a empezar...
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