No dejes de mirar a la luna
-le dijo-
especialmente ahora en otoño,
que debido a los cristalitos de hielo
tiene a veces ese halo tan mágico.
Echaba de menos el mar, su mar. Echaba de menos la humedad que éste, junto con el sol, creaba en el ambiente y hacía traspirar a su piel. Echaba de menos que formara parte de su día a día, verlo todas las mañanas a través de las ventanas del autobús. Le faltaba una mitad que se había quedado allí, con él, y que seguía contemplando desde lejos el movimiento de sus olas. “No dejes de mirar a la luna”, se repetía.
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