Conocíamos el juego. Las reglas estuvieron marcadas desde la última luna llena. Dos perfectos jugadores con más trampas que años a sus espaldas. Cara a cara. Por eso sabía que iba a perder mucho más de lo apostado. Tú también lo sabías. Y me asusté ante la impasibilidad de tus ojos. Huí. Corrí. Muy lejos. Tanto como me permitieron mis fuerzas. Tanto como me permitieron mis ganas. Entonces me di cuenta de que nunca me había sentido tan viva. La sangre volvía a fluir por mis venas; era pura adrenalina. Quería perder, quería caer, ser tuya, aunque fuera una trampa sin posibilidad de escape. Sentir el sabor agridulce de la derrota, de quien sabe que lo ha perdido todo, hasta el nombre. Un estremecimiento profundo en las entrañas. Un dolor placentero en el alma. Pero ya era tarde, me dijiste. Te habías ido. En la distancia aún te veía. Tan lejano, frío, impasible. Siempre la misma partida. Siempre distintos jugadores. Débiles lazos aún me ataban a ti, pero no era suficiente.
¿Alguna vez algo lo es?